Tal como se relató a Erica Rimlinger
“¡No puedo creer que me haya mandado otra!”
Un miembro del personal del ejército me saludó cuando llegué a mi unidad en Alemania en mi capacidad de jefe de personal mecánico de helicópteros apache. “¿Otra qué?”, me pregunté. Pronto comprendí que se refería a otra mujer. La mujer a quien reemplacé salió de la base apresuradamente. Pronto entendería por qué.
Tenía 19 años, era tranquila, idealista e ingrese al ejército para poder ir a la universidad. Física y mentalmente dura debido a mi infancia en el sur de Filadelfia, cargaba mi caja de herramientas de 60 libras sin ningún problema, ignoraba a propósito comentarios denigrantes de colegas quienes se burlaban y preguntaban si necesitaba ayuda. Solo quería integrarme con mis colegas hombres y hacer mi trabajo.
En la primera semana me llamaron a la oficina del sargento mayor. “Soldado raso, ¿desea seguir siendo parte de mi unidad?”, preguntó. Sorprendida, me pregunté: ¿Hice algo mal? “Sí, sargento mayor”, contesté. “Entonces tiene que tomar anticonceptivos”, indicó. Tartamudeé mientras contestaba en protesta, asegurando que no tenía planes de hacer nada. “No importa lo que esté planeando”, dijo, haciendo gestos a los colegas hombres fuera de la oficina.
No sabía en ese momento cuánta razón tenía él. Pero mi situación ya se estaba volviendo horriblemente clara para mí. Aprendí que mis colegas habían pactado un “premio” para la persona que pudiese seducirme primero: una caja de cervezas. Mis colegas usaban regularmente la letrina de mujeres hasta que obtuve una cerradura.
Acudí a la capellán y le pregunté si nuestros líderes podían forzarnos a tomar anticonceptivos. Hablé con ella confidencialmente, pero presentó un informe de acoso sexual en mi representación sin avisarme. La hostilidad de mis colegas hombres que antes se notaba sutilmente explotó repentinamente. Me llamaron soplona, traidora y chismosa.
Con solo mi palabra en contra de la de él, la investigación concluyó que el sargento mayor no hizo nada mal. La capellán quería que apele y se enojó cuando no lo hice. ¿Qué podía apelar? ¿Por qué cualquier persona en ese entorno laboral, rodeada de afiches de mujeres desnudas, a quién mostraban resentimiento por el hecho de tener una letrina diseñada para mujeres, a quién trataban como una conquista, se haría eso a sí misma?
A medida que mi unidad se preparaba para un despliegue militar en Bosnia, empecé a entender que no era mi carrera la que estaba en juego: era mi vida. A menos que mis colegas pudiesen acostarse conmigo, ellos no veían ningún uso para mí. Si hubiese ido al campo de batalla con estas personas, no hubiese regresado a casa.
Así que cuando el dolor pélvico empezó, pensé en, “epa, por favor, no. No aquí. No ahora”. Iba frecuentemente a la estación médica, pero tomaron 10 meses de dolor y de peticiones para obtener una referencia a un ginecólogo para un ultrasonido. Antes de obtener los resultados, me enviaron al campo para un ejercicio.
Ahí fue donde un suboficial (NCO, por sus siglas en inglés) me agredió.
Esa noche, los helicópteros apache estaban volando en misiones secretas. El NCO estaba borracho y me ordenó que le lleve en un Humvee (con las luces apagadas debido a la confidencialidad de la misión) por un sendero oscuro de un solo carril para tanques. Unos cientos de yardas afuera de la base, me ordenó que dejara de manejar, y entonces me agredió. Peleé físicamente con él y me alejé, dejándolo en el sendero para tanques mientras yo manejaba de regreso a la base en pánico sin encender las luces, incapaz de ver en la oscuridad.
Corrí a la letrina para esconderme, llorando. Justo entonces, el comandante entró. Esta era una letrina mixta porque no había letrinas para mujeres en el campo. Me preguntó si estaba bien. ¿Qué podía decir? Estaba sentada en el piso de la letrina mientras la persona a cargo me preguntaba si estaba bien. No estaba bien. Pero no tenía representación, recursos ni esperanzas de que me creyeran. Años después, en mi último día de servicio, me dijo, “sabía que algo realmente malo te pasó esa noche. Pero mis manos estaban atadas. Tenías que acudir a mí.
Después del ejercicio de campo, recibí los resultados del ultrasonido que me indicaron que tenía una masa grande en mi ovario izquierdo. Estaba confundida: la mayor parte del dolor estaba en mi lado derecho. Cuando expresé mi preocupación sobre mis prospectos futuros de fertilidad o de conservar mi ovario, el cirujano dijo, “es la razón por la cual dios te dio dos”. Pero seis meses después, el cirujano me dijo que perdería mi ovario derecho también. Durante esa cirugía, el cirujano accidentalmente perforó un agujero en mi intestino delgado, lo cual hizo que requiera una sonda nasogástrica.
Tenía 21 años y ya tenía menopausia. No tenía alguien en quien pudiese confiar ningún mentor, nadie que pudiese ayudarme a procesar o a entender lo que estaba experimentando. Lo peor de todo es que todavía sentía dolor. Durante dos años y medio, luché para que la asistencia médica del ejército me creyese y me ayudase a encontrar la causa del problema. Finalmente, pagué de mi bolsillo una consulta con un doctor alemán, quien hizo un simple ultrasonido y descubrió que cuando removieron mi ovario derecho, el cirujano accidentalmente dejo una parte del ovario en mi cuerpo.
Finalmente me dieron de baja del servicio militar por razones médicas, me casé y fui a la universidad, esperando dejar mi experiencia en el ejército atrás mientras trabajaba para obtener mi maestría en asistencia social. Pero la parte remanente del ovario estaba causando bloqueos en mis uréteres y riñones regularmente.
Esta es una complicación médica extremadamente rara. La mayoría de doctores no me creen cuando les digo, hasta que explico la situación y esta se confirma en informes patológicos quirúrgicos.
He tenido varias cirugías para arreglar el problema original y cada una hizo más daño a mi intestino delgado.
Una fístula o agujero, se formó entre mi intestino delgado y mi vejiga, después de una de mis muchas cirugías. Se suponía que esta cirugía sería rápida y que podría programarla entre dos semestres de la universidad. En vez de eso, desarrolle una sepsis bacteriana, luego una sepsis fúngica y casi muero. Me sacaron más secciones de mi intestino delgado y vejiga, junto con mi útero.
Después de muchos años y cirugías, finalmente puedo caminar y acostarme sin dolor. Aprendí a vivir, no solo a lidiar con mis problemas médicos. Terapia de masajes abdominales profundos ha sido útil para descomponer el tejido de las cicatrices en mi abdomen y practicar yoga salvó mi vida desde el punto de vista emocional y físico. Pero siempre llevo conmigo las cicatrices de tiempo que pasé en el ejército.
El ejército ha creado un sistema perfecto para silenciar a las mujeres. Pero puede no ser conveniente para las fuerzas armadas subestimar nuestra resistencia. Años más tarde, cuando seamos más fuertes y nos hayamos recuperado, hablaremos sin reservas, talvez solo en números pequeños al inicio. Pero con cada historia que se comparta y verdad que se diga en voz alta, nuestras voces crecerán hasta que ya no puedan ignorarse.
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