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Tuve un parto durante un huracán mientras mi esposo estaba en un despliegue militar en Afganistán

Los cónyuges de militares aprenden a ser flexibles, pero no esperaba cambiar mi plan de parto tantas veces o que sea una experiencia tan traumática

La noche que di a luz, el hospital no tenía energía eléctrica. Las enfermeras me dieron una linterna y me dijeron que busque refugio en un corredor. Afuera, un huracán de categoría 3 castigaba los árboles, tumbaba cables eléctricos, bloqueaba carreteras y hacía que las grandes ventanas de vidrio en los cuartos de los pacientes no sean seguras. 

Me senté en el corredor sola, aferrándome a mi recién nacido y deseando desesperadamente que mi esposo pudiera estar ahí consolándome. 

Pero no podía. Estaba peleando una guerra en otro país. 

Durante el auge de la intervención de EE.UU. en Afganistán, mi esposo, un infante de marina, participó en ese despliegue militar durante siete meses. Era su segunda vez en Afganistán y su quinto despliegue de combate en los 10 años que habíamos estado juntos. 

Pero esta vez era diferente porque estaba embarazada cuando se fue. 

Desde el momento que me enteré que estaba embarazada, sabíamos que mi esposo no estaría presente para el parto. Según lo que se había programado, él iría al despliegue militar en mi octavo mes de embarazo. En esa época, se hacían muy pocas excepciones para que miembros de las fuerzas armadas estuvieran presentes durante los nacimientos de sus bebés. 

Así que pasé los meses de embarazo planificando, preparando y haciendo lo posible con anticipación para que el parto fuese más fácil sola. Era mi tercer bebé, así que sabía que dificultades físicas y emocionales debía esperar. 

Hice preparaciones para que mi mamá se quede con mis otros niños y le pedí a una buena amiga que venga al hospital y sostenga mi mano durante el parto. Me comuniqué con una monitora perinatal a través de una organización sin fines de lucro local para que haya alguien que me lleve al hospital cuando empiece el parto. 

Estaba preparada. Hice todo lo que pude y durante el último mes del embarazo, asimile mi situación y me sentí lista para manejarla. 

Pero justo entonces hubo un huracán. Y eso cambió todo. 

Vivíamos en Camp Lejeune, una base militar en la costa de Carolina del Norte. La semana del parto, el huracán Isabel empezó a ganar fuerza en el Océano Atlántico. Y se dirigía directo a nosotros. 

La base militar declaró que dejaría de operar por la tormenta. Pero, ¡ahí es donde se suponía que iba a dar a luz! 

No podía evacuar en esos momentos. Ya había pasado mi fecha límite, y no podía arriesgarme a tener el parto con mis niños pequeños en el carro. 

Durante unos días locos, no sabía dónde nacería el bebé. Caminaba en las calles de mi vecindario bajo el calor húmedo de agosto, esperando que el parto ocurriera antes del huracán. Preparé mi hogar para la tormenta con la ayuda de mi mamá. Movimos los artículos de exteriores al garaje, compramos agua extra y lonas y un inventario grande de productos enlatados. 

Después de unas llamadas telefónicas frenéticas, me enteré que el hospital de la base se mantendría abierto con pocos empleados para personas como madres que iban a tener partos. 

Podía tener el parto en el hospital, pero tendría que hacerlo sola. Muchas familias estaban evacuando, incluyendo amigas a quienes pedí que estuviesen conmigo durante el parto. Pero al menos la monitora perinatal estaría conmigo, lo cual ayudó a calmar mis nervios. 

Finalmente, el día antes de que pase el huracán, empezó el parto. Tome el tiempo de mis contracciones y me comuniqué con la monitora perinatal. Me ayudó a decidir en qué momento ir al hospital y me llevó allí cuando empezó el parto. 

Estuve agradecida de que esté allí durante la admisión al hospital. Las contracciones eran dolorosas y era difícil contestar preguntas y firmar formularios. Compartió información acerca de mis contracciones y noto un problema con el pulso cardíaco del bebé en el monitor. Me admitieron en el hospital ese viernes cuando iba a anochecer. 

Desafortunadamente, mi monitora perinatal, que se ofreció a ayudarme, debía irse pronto porque otra mujer tuvo un parto prematuro. El huracán redujo la presión barométrica y se rumora que eso puede hacer que los bebés nazcan anticipadamente. Pidió a una amiga de ella, otra monitora perinatal, que esté conmigo en el hospital. Su presencia fue útil, pero puesto que no nos conocíamos antes, me frustraba que no tenía un rostro familiar en la sala de parto. 

La persona que más quería que esté ahí, mi esposo, estaba en el otro lado del mundo, en el desierto de Afganistán. 

Una vez que me hospitalizaron, envíe un mensaje mediante la Cruz Roja a mi esposo. Contactaron a sus superiores militares y obtuvo permiso para sentarse en la tienda de comunicaciones todo el día. No tuvimos la opción de una vídeo llamada, pero podríamos usar una aplicación de mensajes instantáneos. Así que me aferré a mi teléfono para comunicarle todas las novedades. 

Justo antes de la medianoche le envié un mensaje de texto que decía, “¡alistándome para pujar!” Después de pocos momentos, le envié una foto de nuestro recién nacido. 

El parto ocurrió relativamente sin problemas y el bebé era saludable. Cuando eso terminó, sentí una increíble sensación de alivio y de orgullo. Este evento del que estaba preocupada durante meses finalmente había terminado. ¡Lo había hecho! Nunca me sentí tan fuerte ni tan segura de ser mujer.

baby with a yellow ribbon around him
2011

Entonces, llegó la tormenta y todo empezó a empeorar. 

Primero, el hospital perdió la energía eléctrica. Los generadores de emergencia solo servían para las áreas de partos y alumbramiento. En el piso de recuperación donde yo estaba, todo estaba a oscuras. 

Luego, tuvimos que buscar refugio en el corredor. Todas las otras madres tenían un esposo o padre con ellas. Me sentí terriblemente sola. 

Luego, no había comida. Mi comida después del nacimiento fue una barra de granola y unas frutas de las enfermeras. Esa fue la única comida que me dieron todo el sábado. 

Para el sábado en la noche, me dieron de alta, pero no podía irme. Solo habían pasado unas horas después de la tormenta. Árboles caídos bloqueaban las carreteras a lo largo del pueblo y la base todavía estaba cerrada, así que no podía conseguir que alguien me lleve a mi hogar. 

Puesto que ya no era una paciente, no era elegible para las comidas del hospital. Era una mamá que cuidaba a un recién nacido y que se recuperaba del parto, pero nadie me cuidaba. Tuve acceso a mi primera comida caliente la mañana del domingo. Tuve que cargar al bebé mientras bajaba tres pisos por las escaleras (muy lentamente, pues todo me seguía doliendo) y compré alimentos en un camión de comidas estacionado afuera. 

Justo después, la base empezó a operar de nuevo y mi mamá finalmente pudo llevarme a casa. 

Me tomó mucho tiempo procesar el trauma de ese nacimiento durante el despliegue militar. Años después, ver árboles moviéndose de un lado para el otro por el viento hacía que mi corazón se acelere puesto que recordaba los pinos que se doblaban a través de las ventanas del hospital. He escrito y hablado acerca de la experiencia antes, incluso en mi libro, “Open When: Letters of Encouragement for Military Spouses”, pero incluso ahora, pensar en esa experiencia hace que mi adrenalina aumente rápidamente y siento escalofríos en todo mi cuerpo. 

Aprendí mucho de esa experiencia traumática. Ahora sé la importancia de tener varios planes de parto y de considerar situaciones de emergencia tales como no tener a alguien que me lleve al hospital. Lo más importante fue que conocí la fortaleza de mi propio cuerpo. 

Me enfrenté a una situación difícil sola y mi seguridad aumentó por eso.

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